viernes, 28 de abril de 2017

“Una cerda y sus seis lechones, al presente presos, fueron cogidos en flagrante delito de asesinato y homicidio en la persona de Juan Martín…



Por Adriana Ortega Luna




El juez dictó sentencia definitiva de este modo: “Decimos y pronunciamos que la cerda, por razón de asesinato y homicidio por ella cometido y perpetrado en la persona de Juan Martín, sea confiscada para ser castigada y condenada al último suplicio, y ser colgada de las patas traseras de un árbol……respecto a los lechones de la dicha cerda, por cuanto no está probado que comieran del dicho Juan Martín, nos contentamos con devolverlos a su dueño, mediante caución de devolverlos si resulta que comieron de dicho Juan Martín.

La cita anterior lejos está de ser una broma, es un hecho que sucedió en Francia en 1457 y además no fue un hecho extraordinario, si no que era común que se llevaran a cabo juicios en contra de animales entre los siglos IX y XIX.

Algunos eran juzgados por la Iglesia y se les excomulgaba, como a los topos en el Valle de Aosta, Italia, en el año 824, otros quemados en la hoguera por brujería, como los gatos negros.

El lingüista estadounidense Edward Payson Evans (1831-1917) documentó más de 200 juicios contra animales en casi toda Europa y algunos en Canadá, Brasil y Estados Unidos. En su libro The Criminal Prosecution And Capital Punishment Of Animals, nos cuenta sobre estas historias.

Famoso fue el caso de las ratas que arrasaron con los sembradíos de cebada en Francia en el año de 1522; tras investigar el crimen, el tribunal citó a las ratas a presentarse al juicio, se leyó en voz alta en medio del campo la citación y la Corte nombró como abogado defensor de los roedores a Bartolomée Chassenée.

Evidentemente, las ratas no se presentaron, pero fue curiosa la forma en la que el abogado argumentó en favor de sus defendidas:

  1. La notificación de actos procesales no había sido apropiada pues el caso "ponía en juego la salvación o ruina de todas las ratas", de manera que todas, no sólo las criminales, debían ser notificadas. Entonces se procedió a notificar a todas.
  2. Al no presentarse por segunda ocasión, argumentó que, “como estaban dispersas por el campo, necesitaban más tiempo para hacer el viaje al tribunal”, así que le concedieron una ampliación del plazo.
  3. Llegado el día del juicio, al no estar sus clientes presentes, argumentó que “temían ser atacadas por gatos hostiles y no se podía esperar que se pusiera en riesgo sus vidas” para cumplir con la cita.
  4. Finalmente, el abogado defensor apeló al sentido humanitario de la corte diciendo que “no era justo castigar a todas las ratas por los crímenes de unas pocas”1, y con esto acabó el proceso.


Más allá de lo jocoso del asunto, estos casos nos llevan a reflexionar sobre el concepto que hemos tenido y tenemos actualmente sobre los llamados “derechos de los animales” y la polémica que tal acepción genera.

Es cada vez más común la tendencia a manifestarse en favor del derecho de los animales, a su no maltrato y respeto, a considerarlos como seres que tienen conciencia y que sienten dolor.

La modernidad, heredera del racionalismo cartesiano, consideraba que “la razón o el juicio es la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales"2 y a su vez concibe a los animales como bestias, sin ningún tipo de razonamiento o sentimiento; sin embargo, desde mediados del siglo XX, hemos venido experimentando un retorno a las formas medievales que atribuyen a los animales estados mentales, percepción consciente, sentimientos y hasta cierta racionalidad, somos más sensibles al dolor que sienten y nos identificamos cada vez más con ellos.

Respecto a los llamados derechos de los animales existen posturas encontradas, pues hay quienes afirman que no son sujetos de derechos por la mencionada falta de racionalidad, pero también existen corrientes de pensamiento que sostienen que los animales son sujetos de tales derechos por el simple hecho de que son seres vivientes, al respecto, se aluden a argumentos analógicos entre personas con limitaciones cognitivas y bebés quienes tampoco tienen las cualidades de la razón y la conciencia.

Esta polémica no exclusiva de nuestra época, podemos remontarnos tiempo atrás, en donde múltiples pensadores y filósofos se han manifestado en favor de los derechos de los animales, en el sentido de evitar la matanza y crueldad hacia ellos. En el siglo XIX, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer decía que la zoantropía3 evade nuestros deberes hacia otras criaturas y esto es una de las muchas barbaridades de occidente.

Si bien en muchas culturas la aceptación de la explotación de los animales para satisfacer necesidades elementales como comida, vestido, etc., es permitida y practicada, en el caso de la cultura occidental ésta ha sido radicalmente indiscriminada y cruel, a diferencia de otras culturas, como la de los indios americanos, quienes, si bien explotaban a los animales con estos fines, era muy mal visto la matanza sin sentido o con tintes de crueldad per se, pues era un ataque sin motivo al Gran Espíritu. Asimismo, el hinduismo y el budismo pregonaron el vegetarianismo bajo la idea del Ahimsa, o sea la no violencia y la compasión.

Por otro lado, el Cristianismo, nos heredó el concepto teológico de dominio del hombre sobre el resto de las criaturas (Génesis 1:20-28) y la suposición de que los animales no tienen capacidad de razonamiento, lenguaje o conciencia.

Desde 1635 se dieron las primeras leyes relacionadas con los derechos de los animales, en Irlanda se protegía de crueldad el esquilado del ganado ovino y el trato hacia los caballos. En 1641, el mismo año que se publicaba las Meditaciones Metafísicas de Descartes, en Massachusetts se aprobó un sistema de leyes protegiendo a los animales domesticados. En 1822 fueron prohibidas las corridas de toros en Inglaterra, y así encontramos múltiples ejemplos a favor de la defensa de los derechos de los animales y también la misma cantidad de argumentos en contra de lo mismo.

Quizás respecto a este tema nuestras reflexiones no debieran centrarse en la capacidad de razonamiento y conciencia como condiciones para ser titulares de derechos, sino más bien en el derecho a la VIDA de todas las criaturas de la tierra y no sólo de los seres humanos; no es una asunto sencillo, pues nos meteríamos en cuestiones como las de pelear entonces por los derechos de los vegetales, los virus, y cualquier manifestación de vida; sin embargo, bajo una visión general, creemos que nos aportaría mucho como sociedad, repensar nuestra relación con el resto de los seres vivientes con quienes compartimos este planeta, tener como base la piedad, la compasión, el respeto hacia los animales y plantas, estimularía la piedad hacia nuestra propia especie, lo que sin duda contribuiría positivamente a una mejor sociedad, no creo que sea necesario llevarlos a juicio como se hacía en la Edad Media, pero podríamos comenzar por hacernos conscientes de que no somos los dueños de este planeta y que hay otros que también tienen “derechos” respecto a él.


1 Evans E P. The Criminal Prosecution And Capital Punishment Of Animals. Book Renaissance. University of California. San Diego.
2 René Descartes, Discurso del Método.
3 Ausencia de derechos de los animales.

domingo, 16 de abril de 2017

Las Novelas y los derechos de igualdad

Reflexiones sobre el texto Historia de la Invención de los Derechos Humanos, de Lynn Hunt.
Por: Adriana Ortega Luna

Las heroínas de la novela epistolar del siglo XVIII, el siglo de la Revolución Francesa, marcaron un fenómeno social del que poco se ha escrito y que en mucho se relaciona con las raíces mismas del concepto de Derechos Humanos.

Rousseau tuvo un enorme éxito con su novela Julia o la Nueva Eloísa, cuyo personaje principal, la desvalida Julia provocó una empatía nunca antes vista entre los lectores. Voltaire la calificó de “basura lamentable”, pero fueron muchos los cortesanos, clérigos, militares y gente del pueblo en general, que escribieron a Rousseau para describir sus sentimientos de “fuego devorador”.

Fue tal el éxito de Julia, que se compara con los Best seller de la actualidad; la traducción al inglés apareció dos meses después, y entre 1761 y 1800 hubo otras diez ediciones en inglés.

Rousseau, nunca utilizó la expresión derechos humanos en su novela, ni éstos eran el tema principal de la misma, pero sí generó una identificación emotiva de los lectores con su personaje principal, y en ello se implicaba la idea de los derechos humanos, pues sólo podemos entenderlos si parten de la identidad, el reconocimiento del otro como un igual; ya lo había comentado Alexis de Tocqueville: “los derechos humanos sólo podían tener sentido cuando a los criados también se les viera como hombres”. [1]

Según la Ciencia, la empatía tiene bases biológicas; los psiquiatras y neurocientíficos afirman que ésta se refuerza con la influencia social y cultural, en el reconocimiento de la subjetividad de otras personas y en imaginar que sus experiencias son como las propias.

Seguro que la empatía no se inventó en el siglo XVIII, pero hay una coincidencia de tiempo espacio entre el nacimiento de los derechos humanos y la novela epistolar francesa entre las décadas de 1760, 1780 y parte de la de 1790. En 1701 se publicaron 8 novelas, en 1750 cincuenta novelas y en 1789, el año de la Revolución, 112 novelas.

No se afirma que sea la Novela epistolar el único elemento que propició la identificación entre diversas clases sociales de la Francia del siglo XVIII, pero sí tuvo gran influencia, sobre todo tomando en cuenta que cada vez había más personas que sabían leer y que tenían acceso a este tipo de lecturas.

Hubo dos importantes predecedoras de la Julia de Rousseau, Pamela (1740) y Clarissa (1748) ambas salidas de la pluma del inglés Samuel Richardson. En Pamela vemos la lucha de una sirvienta por ganar su autonomía, un estereotipo de la lucha de los oprimidos que causó un fuerte efecto psicológico en las masas de aquella época.

No se hicieron esperar las voces en contra de este tipo de literatura, muchos protestantes y católicos afirman que estas novelas eran placeres degenerados y vergonzosos que distraían las mentes jóvenes, se temía también que las novelas sembraran el descontento entre los sirvientes y las mujeres.

En sentido contrario, algunos críticos como Sarah Fielding o Von Haller, resaltaban esta empatía de la que hablábamos, que hacía que los lectores se mostraran más comprensivos con los demás; para Diderot, las pasiones ahí descritas, eran las mismas que podía sentir cualquiera y entonces se daba esa identificación con los personajes viéndolos como iguales, se comprendía que los demás poseen también un yo, un sentimiento interior, y dicha empatía los llevaba a realizar actos de benevolencia y generosidad hacia los demás.

En las tres novelas que hemos mencionado, los personajes principales son mujeres, un sector muy marginado de la época, pero se transformaban en heroínas con gran personalidad y voluntad, los lectores querían que se salvarán, querían ser como ellas; en el fondo se creaba la concepción de que todas las personas, hasta las mujeres, podían luchar por sus derechos y experimentaban la lucha y el esfuerzo que hacían por alcanzarlos.

La palabra empatía, apareció hasta el siglo XX en la lengua inglesa (empathy), y en el siglo XVIII era más bien usado el térmico compasión o simpatía (sympathy) que tenía un significado sinonímico a piedad, condescendencia, que en el fondo implica un sentimiento de igualdad, de una facultad moral.

Después de 1789, muchos revolucionarios franceses se manifestaron por la defensa de los derechos de protestantes, judíos, negros, esclavos, etcétera. Las mujeres tuvieron que recorrer un camino más largo para el reconocimiento de sus derechos políticos, en el siglo XVIII, sólo eran seres dependientes, que en la ficción de las novelas epistolares alcanzaron el ideal de la autonomía y dejaron desde ese espacio fantástico una puerta abierta a los futuros derechos de igualdad.





[1] Alexis de Tocqueville. El Antiguo Régimen y la Revolución. Guadarrama, Madrid 1969, p. 253, citado en La Historia de la Invención de los Derechos Humanos. Lynn Hunt. Tusquets Editores, Barcelona 2009, pág. 38

lunes, 10 de abril de 2017

La inocencia de la impoliticidad de las masas.

Por: Adriana Ortega Luna

Los recientes acontecimientos en Siria resultado de terribles crímenes de guerra y graves violaciones del derecho internacional humanitario, nos obligan a la reflexión sobre los denominados Derechos Humanos, y a cuestionarnos cómo es posible que en una época en la que se supone hemos logrado grandes avances en la defensa de éstos, presenciamos escenas dantescas como las que pudimos ver a través de los medios durante los últimos meses, particularmente el ataque con armas químicas a civiles sirios el pasado 4 de abril.

Pero más grave aún resulta la inacción de la comunidad internacional ante tales sucesos, me refiero principalmente a políticos, intelectuales y personajes destacados quienes pudiendo hacer valer su posición ante la opinión pública, se han limitado, cuando más, a realizar declaraciones reprobando dichos actos, parece que somos sólo mudos testigos de nuestro tiempo, a pesar de que la historia nos ha dado varias lecciones de las consecuencias de eso que Hannah Arendt llamaba “la inocencia” de la impoliticidad de las masas y que usamos como título para esta reflexión.

No es que las pérdidas humanas y el horror de la guerra sean algo nuevo, la historia de la humanidad ha tenido como motor a la guerra y sus atrocidades y son múltiples los ejemplos que podemos citar sobre la crueldad humana hacia su propia especie, pero nuestras preguntas aquí y ahora son: ¿de qué sirve reconocer los derechos humanos en las leyes?, ¿en verdad tenemos más derechos ahora que antes?, ¿hemos podido controlar la tendencia destructora del ser humano?, ¿tenemos un equilibrio entre el opresor y el oprimido?

Son preguntas a las que no podemos dar una respuesta única y categórica sin caer en un reduccionismo simplista, por eso trataremos de ver los dos lados de la moneda. Pensamos que es innegable que ha habido avances en materia de Derechos Humanos, no podríamos afirmar que nos encontramos en las mismas condiciones en las que estaban, por ejemplo, los esclavos en el Imperio Romano o los siervos de la Edad Media, sin embargo, tenemos que aceptar que hay una buena dosis de simulación en esto que llamamos Derechos Humanos.

Es claro que siguen imperando sobre los Derechos Humanos los intereses económicos, la ambición por el poder, un ejemplo inmediato de ello es el caso de Siria en donde son prioritarios los intereses de las grandes potencias en su juego con los movimientos terroristas, y no la seguridad de los ciudadanos sirios. Vemos como es cada vez más frecuente la celebración de Tratados Internacionales que enlistan los Derechos Humanos como normas de cumplimiento obligatorio, y en paralelo vemos como se violan de manera reiterada y no existe un medio efectivo que sancione esas acciones.

En México, las cosas no son diferentes, tenemos una CNDH que emite recomendaciones no vinculantes, lo que de inicio deja mucho espacio a quien insista en imponer su voluntad sobre los demás. En nuestro país las violaciones son permanentes y gran cantidad de ellas cometidas por el mismo sistema de seguridad que se supone debiera protegernos.

El hecho de que no exista una sanción, un castigo ante la violación de las normas, salvo la reprimenda moral, hace de los Derechos Humanos una mera ilusión, que se escapa del ámbito del Derecho, porque el que sean positivizados constituyéndose como una norma, no los hace una norma de Derecho si no existen medidas coactivas que garanticen su realización y castigo para el que las infrinja.

Situaciones como la de Siria, que las hay y muchas, nos muestran que los Derechos Humanos se limitan a ser un mero concepto capitalista y liberalista que las mismas élites del poder han abrazado para simular la existencia de los mismos materializándolos en las leyes. No es la primera vez que los sectores hegemónicos en la sociedad proceden así, ya antes inventaron “la naturaleza humana” o el “concepto de igualdad”.


No queremos desestimar a los Derechos Humanos, por el contrario, porque los consideramos una lucha, no de ahora, si no de muchas generaciones a lo largo de la historia de la humanidad, es por lo que pretendemos se analicen desde una perspectiva mucho más amplia que evite la inocencia de la impoliticidad de las masas.

lunes, 3 de abril de 2017

Reflexiones sobre el caso Radilla Pacheco


Por Adriana Ortega Luna

La decisión de la Corte Interamericana plasmada en su sentencia respecto al caso Radilla Pacheco se constituye como un momento histórico en la legislación de nuestro país pues expuso a todas luces la necesidad de tomar en cuenta las sentencias contra el Estado mexicano en los casos de violación de derechos humanos.

En la sentencia 912/210, emitida y dictada de manera definitiva el 14 de julio de 2011 por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se plantea la forma cómo los juzgadores del país deberán actualizar el principio de supremacía constitucional con los Tratados Internacionales, así mismo los obliga a reconocer las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto al Estado mexicano. Este nuevo modelo contempla: la reiteración del control concentrado de constitucionalidad [1] pero se añade la posibilidad del llamado control difuso de constitucionalidad[2] y establece las condiciones generales de aplicación y alcance del principio pro persona en los parámetros constitucionales y convencionales.

La Sentencia de la CoIDH tuvo alcances en nuestro país que en otras épocas hubieran sido inimaginables, tales como ordenar a los ministros del país que se debía tomar en cuenta y llevar un control de convencionalidad y restringir la interpretación del fuero militar frente a situaciones de violación de derechos de civiles; también se les obligó a recibir capacitación sobre derechos humanos a todo el personal de los órganos del Poder Judicial de la Federación.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación, a través de la sentencia 912/210, amplió las formas del control de regularidad con el establecimiento del tipo difuso y el parámetro de convencionalidad y con ello, nos parece, asumió un papel mucho más serio y maduro que el del Estado mexicano con relación al caso Radilla, afirmamos esto, porque, a pesar del camino largo y nada fácil que constituyó para la Suprema Corte aceptar la recomendación de la Corte Interamericana e implementar los mecanismos más óptimos, finalmente aceptó la responsabilidad y deuda histórica al considerar el tema de los Derechos Humanos y actúo en consecuencia estableciendo que todas las autoridades públicas del país estarán obligadas a considerar el carácter obligatorio pro persona, llevando a cabo la protección más amplia de los derechos humanos de todos los habitantes del territorio nacional procurando siempre la interpretación más favorable.

Con el paso del tiempo la lucha por los derechos humanos, por la que tantas personas han dado su vida, está alcanzando espacios cada vez más importantes, ahora la Ley, es decir el Derecho, comienza a ceñirse en ese marco.

La reparación de daños por parte del Estado mexicano a los familiares de Rosendo Radilla, quienes durante 4 décadas nunca transigieron en la búsqueda de justicia, ya se ha cumplido en parte, entre ellos: la publicación de los resultados de los procesos y su divulgación pública, la atención psicológica a los familiares del Señor Radilla; el otorgamiento de la partida económica señalada por la Corte; la capacitación en derechos humanos a las instancias jurídico-militares; la disculpa pública por parte del Estado sobre estos hechos y la derogación del Artículo 57 del Código de Justicia Militar.

Sin embargo, todavía hay muchos pendientes comenzando por el hecho de que aún no se sabe nada sobre el paradero y/o muerte de Don Rosendo desde el 25 de agosto de 1974. Igualmente está pendiente la deuda social e histórica del Estado con el pueblo de México ante la impunidad de las múltiples violaciones a los Derechos Humanos durante la “guerra sucia” y es una deuda grande porque este tipo de acciones afectan no sólo a los directamente involucrados sino a la estructura social al desalentar la participación política de los ciudadanos quienes se sienten heridos por la falta de justicia efectiva y terminan identificando la participación política con la maldad del poder en sí, y la inocencia del que nada sabe con la bondad y la felicidad.

La filósofa alemana Hannah Arendt hace una interesante crítica hacia este tipo de inocencia apolítica en la que el ciudadano se refugia; plantea que la impoliticidad de las masas ha causado grandes desgracias en la historia de la humanidad. Asegura que el Holocausto es un ejemplo de cómo la indiferencia puede conducirnos al infierno, de cómo el dejar hacer política a los otros por indiferencia o desesperanza puede llevar a todo un pueblo a la catástrofe.

La negativa del ciudadano a ejercer de zoon politikon[3] por la desconfianza, se origina en la decepción ante el actuar de los gobiernos que son incapaces de ofrecer a los ciudadanos una vida digna, y que actúan con toda la fuerza de su poder asesinando a su propio pueblo, el Estado se aleja del logos y se convierte en demagogia y violencia para el beneficio de ciertos grupos de poder.

Es común y entendible la decepción del ciudadano ante este tipo de acciones por parte del Estado, al grado que decide la retirada de la “cosa pública”; nos transformamos en un Robinson Crusoe, en nuestra isla asumimos una actitud individualista y egoísta. No sabemos cómo lograr la justicia, pues la experiencia histórica, nos ha mostrado que es muy difícil o tal vez imposible alcanzarla.
Los acontecimientos que vivimos en el cierre del Siglo XX nos enseñaron que en política no siempre se obtiene lo que se busca, ante esto es inevitable una conclusión trágica: estamos condenados a luchar todo el tiempo por la justicia y la defensa de nuestros derechos porque nadie nos los va a otorgar. No hay recetas, modos, categorías o formas de pensar y vivir que nos aseguren que encontraremos un sistema político-social-económico justo, que podamos alcanzar un Estado que en definitiva concilie ética y política, en modos fijados de una vez y por siempre.

Nuestra tragedia estriba en que, aunque nunca ganemos, no podemos abstraernos de luchar por esa justicia, incluso ante la consiguiente escisión y desgarramiento de nuestro ser. La historia nos muestra ese drama: estamos condenados a una búsqueda, muchas veces sin posesión. Aristóteles tenía razón cuando afirmaba que por naturaleza somos un zoon politikon, queramos o no, por lo tanto, es mejor ejercer ese papel de manera consciente y digna luchando por nuestros derechos.

Ningún ser humano está libre de la vivencia trágica o dramática de la frágil y muchas veces inexistente relación entre lo ético y lo político, pero es mejor estar consciente de ello, saberlo a través de la reflexión filosófica y la consecuente acción, que vivir en el miedo y la indiferencia, reinventar el arte de la política, y la alegría colectiva de la política, en este mundo tan triste, al menos me parece que eso lo tenían muy claro Don Rosendo Radilla, su esposa e hijos.




[1] Cfr. Primeras implicaciones del Caso Radilla. José Ramón Cossío Díaz. Biblioteca Jurídica Virtual del IIJ-UNAM. Pág. 38: Concentrado: impugnación de normas contrarias a la Constitución mediante amparo, controversias constitucionales y acciones de constitucionalidad.
[2] Cfr. Primeras implicaciones del Caso Radilla. José Ramón Cossío Díaz. Biblioteca Jurídica Virtual del IIJ-UNAM. Pág. 42: Difuso: el cómo las normas se actualizan en situaciones concretas y no su constitucionalidad, el punto central es resolver la lucha de intereses juridificados de las partes.
[3] Para Aristóteles el zoon politikon, a diferencia de otros animales, forma parte de una especie social con logos, razón o raciocinio, cuyos miembros se enriquecen espiritual e individualmente mediante la comunicación social y se sienten obligados a participar de forma activa en la gestión y control de la “cosa pública” para alcanzar la virtud y la felicidad personal.