Por Adriana Ortega Luna
La decisión de la Corte
Interamericana plasmada en su sentencia respecto al caso Radilla Pacheco se
constituye como un momento histórico en la legislación de nuestro país pues
expuso a todas luces la necesidad de tomar en cuenta las sentencias contra el
Estado mexicano en los casos de violación de derechos humanos.
En la sentencia 912/210, emitida
y dictada de manera definitiva el 14 de julio de 2011 por la Suprema Corte de
Justicia de la Nación, se plantea la forma cómo los juzgadores del país deberán
actualizar el principio de supremacía constitucional con los Tratados Internacionales,
así mismo los obliga a reconocer las resoluciones de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos respecto al Estado mexicano. Este nuevo modelo contempla: la
reiteración del control concentrado de constitucionalidad [1]
pero se añade la posibilidad del llamado control difuso de constitucionalidad[2] y establece las
condiciones generales de aplicación y alcance del principio pro persona en los
parámetros constitucionales y convencionales.
La Sentencia de la CoIDH tuvo
alcances en nuestro país que en otras épocas hubieran sido inimaginables, tales
como ordenar a los ministros del país que se debía tomar en cuenta y llevar un
control de convencionalidad y restringir la interpretación del fuero militar
frente a situaciones de violación de derechos de civiles; también se les obligó
a recibir capacitación sobre derechos humanos a todo el personal de los órganos
del Poder Judicial de la Federación.
La Suprema Corte de Justicia de
la Nación, a través de la sentencia 912/210, amplió las formas del control de
regularidad con el establecimiento del tipo difuso y el parámetro de
convencionalidad y con ello, nos parece, asumió un papel mucho más serio y
maduro que el del Estado mexicano con relación al caso Radilla, afirmamos esto,
porque, a pesar del camino largo y nada fácil que constituyó para la Suprema
Corte aceptar la recomendación de la Corte Interamericana e implementar los
mecanismos más óptimos, finalmente aceptó la responsabilidad y deuda histórica
al considerar el tema de los Derechos Humanos y actúo en consecuencia estableciendo
que todas las autoridades públicas del país estarán obligadas a considerar el
carácter obligatorio pro persona, llevando a cabo la protección más amplia de
los derechos humanos de todos los habitantes del territorio nacional procurando
siempre la interpretación más favorable.
Con el paso del tiempo la lucha
por los derechos humanos, por la que tantas personas han dado su vida, está
alcanzando espacios cada vez más importantes, ahora la Ley, es decir el
Derecho, comienza a ceñirse en ese marco.
La reparación de daños por parte
del Estado mexicano a los familiares de Rosendo Radilla, quienes durante 4
décadas nunca transigieron en la búsqueda de justicia, ya se ha cumplido en
parte, entre ellos: la publicación de los resultados de los procesos y su
divulgación pública, la atención psicológica a los familiares del Señor
Radilla; el otorgamiento de la partida económica señalada por la Corte; la
capacitación en derechos humanos a las instancias jurídico-militares; la
disculpa pública por parte del Estado sobre estos hechos y la derogación del
Artículo 57 del Código de Justicia Militar.
Sin embargo, todavía hay muchos
pendientes comenzando por el hecho de que aún no se sabe nada sobre el paradero
y/o muerte de Don Rosendo desde el 25 de agosto de 1974. Igualmente está
pendiente la deuda social e histórica del Estado con el pueblo de México ante
la impunidad de las múltiples violaciones a los Derechos Humanos durante la
“guerra sucia” y es una deuda grande porque este tipo de acciones afectan no
sólo a los directamente involucrados sino a la estructura social al desalentar
la participación política de los ciudadanos quienes se sienten heridos por la
falta de justicia efectiva y terminan identificando la participación política
con la maldad del poder en sí, y la inocencia del que nada sabe con la bondad y
la felicidad.
La filósofa alemana Hannah Arendt
hace una interesante crítica hacia este tipo de inocencia apolítica en la que
el ciudadano se refugia; plantea que la impoliticidad de las masas ha causado
grandes desgracias en la historia de la humanidad. Asegura que el Holocausto es
un ejemplo de cómo la indiferencia puede conducirnos al infierno, de cómo el
dejar hacer política a los otros por indiferencia o desesperanza puede llevar a
todo un pueblo a la catástrofe.
La negativa del ciudadano a
ejercer de zoon politikon[3] por la
desconfianza, se origina en la decepción ante el actuar de los gobiernos que
son incapaces de ofrecer a los ciudadanos una vida digna, y que actúan con toda
la fuerza de su poder asesinando a su propio pueblo, el Estado se aleja del
logos y se convierte en demagogia y violencia para el beneficio de ciertos
grupos de poder.
Es común y entendible la
decepción del ciudadano ante este tipo de acciones por parte del Estado, al
grado que decide la retirada de la “cosa pública”; nos transformamos en un Robinson
Crusoe, en nuestra isla asumimos una actitud individualista y egoísta. No
sabemos cómo lograr la justicia, pues la experiencia histórica, nos ha mostrado
que es muy difícil o tal vez imposible alcanzarla.
Los acontecimientos que vivimos
en el cierre del Siglo XX nos enseñaron que en política no siempre se obtiene
lo que se busca, ante esto es inevitable una conclusión trágica: estamos
condenados a luchar todo el tiempo por la justicia y la defensa de nuestros
derechos porque nadie nos los va a otorgar. No hay recetas, modos, categorías o
formas de pensar y vivir que nos aseguren que encontraremos un sistema
político-social-económico justo, que podamos alcanzar un Estado que en
definitiva concilie ética y política, en modos fijados de una vez y por siempre.
Nuestra tragedia estriba en que,
aunque nunca ganemos, no podemos abstraernos de luchar por esa justicia,
incluso ante la consiguiente escisión y desgarramiento de nuestro ser. La
historia nos muestra ese drama: estamos condenados a una búsqueda, muchas veces
sin posesión. Aristóteles tenía razón cuando afirmaba que por naturaleza somos
un zoon politikon, queramos o no, por lo tanto, es mejor ejercer ese papel de
manera consciente y digna luchando por nuestros derechos.
Ningún ser humano está libre de
la vivencia trágica o dramática de la frágil y muchas veces inexistente
relación entre lo ético y lo político, pero es mejor estar consciente de ello,
saberlo a través de la reflexión filosófica y la consecuente acción, que vivir
en el miedo y la indiferencia, reinventar el arte de la política, y la alegría
colectiva de la política, en este mundo tan triste, al menos me parece que eso
lo tenían muy claro Don Rosendo Radilla, su esposa e hijos.
[1]
Cfr. Primeras implicaciones del Caso
Radilla. José Ramón Cossío Díaz. Biblioteca Jurídica Virtual del IIJ-UNAM. Pág. 38: Concentrado: impugnación de normas contrarias a la
Constitución mediante amparo, controversias constitucionales y acciones de
constitucionalidad.
[2]
Cfr. Primeras implicaciones del Caso
Radilla. José Ramón Cossío Díaz. Biblioteca Jurídica Virtual del IIJ-UNAM.
Pág. 42: Difuso: el cómo
las normas se actualizan en situaciones concretas y no su constitucionalidad,
el punto central es resolver la lucha de intereses juridificados de las partes.
[3] Para Aristóteles el zoon politikon, a
diferencia de otros animales, forma parte de una especie social con logos, razón
o raciocinio, cuyos miembros se enriquecen espiritual e individualmente
mediante la comunicación social y se sienten obligados a participar de forma
activa en la gestión y control de la “cosa pública” para alcanzar la
virtud y la felicidad personal.
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