lunes, 3 de abril de 2017

Reflexiones sobre el caso Radilla Pacheco


Por Adriana Ortega Luna

La decisión de la Corte Interamericana plasmada en su sentencia respecto al caso Radilla Pacheco se constituye como un momento histórico en la legislación de nuestro país pues expuso a todas luces la necesidad de tomar en cuenta las sentencias contra el Estado mexicano en los casos de violación de derechos humanos.

En la sentencia 912/210, emitida y dictada de manera definitiva el 14 de julio de 2011 por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se plantea la forma cómo los juzgadores del país deberán actualizar el principio de supremacía constitucional con los Tratados Internacionales, así mismo los obliga a reconocer las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto al Estado mexicano. Este nuevo modelo contempla: la reiteración del control concentrado de constitucionalidad [1] pero se añade la posibilidad del llamado control difuso de constitucionalidad[2] y establece las condiciones generales de aplicación y alcance del principio pro persona en los parámetros constitucionales y convencionales.

La Sentencia de la CoIDH tuvo alcances en nuestro país que en otras épocas hubieran sido inimaginables, tales como ordenar a los ministros del país que se debía tomar en cuenta y llevar un control de convencionalidad y restringir la interpretación del fuero militar frente a situaciones de violación de derechos de civiles; también se les obligó a recibir capacitación sobre derechos humanos a todo el personal de los órganos del Poder Judicial de la Federación.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación, a través de la sentencia 912/210, amplió las formas del control de regularidad con el establecimiento del tipo difuso y el parámetro de convencionalidad y con ello, nos parece, asumió un papel mucho más serio y maduro que el del Estado mexicano con relación al caso Radilla, afirmamos esto, porque, a pesar del camino largo y nada fácil que constituyó para la Suprema Corte aceptar la recomendación de la Corte Interamericana e implementar los mecanismos más óptimos, finalmente aceptó la responsabilidad y deuda histórica al considerar el tema de los Derechos Humanos y actúo en consecuencia estableciendo que todas las autoridades públicas del país estarán obligadas a considerar el carácter obligatorio pro persona, llevando a cabo la protección más amplia de los derechos humanos de todos los habitantes del territorio nacional procurando siempre la interpretación más favorable.

Con el paso del tiempo la lucha por los derechos humanos, por la que tantas personas han dado su vida, está alcanzando espacios cada vez más importantes, ahora la Ley, es decir el Derecho, comienza a ceñirse en ese marco.

La reparación de daños por parte del Estado mexicano a los familiares de Rosendo Radilla, quienes durante 4 décadas nunca transigieron en la búsqueda de justicia, ya se ha cumplido en parte, entre ellos: la publicación de los resultados de los procesos y su divulgación pública, la atención psicológica a los familiares del Señor Radilla; el otorgamiento de la partida económica señalada por la Corte; la capacitación en derechos humanos a las instancias jurídico-militares; la disculpa pública por parte del Estado sobre estos hechos y la derogación del Artículo 57 del Código de Justicia Militar.

Sin embargo, todavía hay muchos pendientes comenzando por el hecho de que aún no se sabe nada sobre el paradero y/o muerte de Don Rosendo desde el 25 de agosto de 1974. Igualmente está pendiente la deuda social e histórica del Estado con el pueblo de México ante la impunidad de las múltiples violaciones a los Derechos Humanos durante la “guerra sucia” y es una deuda grande porque este tipo de acciones afectan no sólo a los directamente involucrados sino a la estructura social al desalentar la participación política de los ciudadanos quienes se sienten heridos por la falta de justicia efectiva y terminan identificando la participación política con la maldad del poder en sí, y la inocencia del que nada sabe con la bondad y la felicidad.

La filósofa alemana Hannah Arendt hace una interesante crítica hacia este tipo de inocencia apolítica en la que el ciudadano se refugia; plantea que la impoliticidad de las masas ha causado grandes desgracias en la historia de la humanidad. Asegura que el Holocausto es un ejemplo de cómo la indiferencia puede conducirnos al infierno, de cómo el dejar hacer política a los otros por indiferencia o desesperanza puede llevar a todo un pueblo a la catástrofe.

La negativa del ciudadano a ejercer de zoon politikon[3] por la desconfianza, se origina en la decepción ante el actuar de los gobiernos que son incapaces de ofrecer a los ciudadanos una vida digna, y que actúan con toda la fuerza de su poder asesinando a su propio pueblo, el Estado se aleja del logos y se convierte en demagogia y violencia para el beneficio de ciertos grupos de poder.

Es común y entendible la decepción del ciudadano ante este tipo de acciones por parte del Estado, al grado que decide la retirada de la “cosa pública”; nos transformamos en un Robinson Crusoe, en nuestra isla asumimos una actitud individualista y egoísta. No sabemos cómo lograr la justicia, pues la experiencia histórica, nos ha mostrado que es muy difícil o tal vez imposible alcanzarla.
Los acontecimientos que vivimos en el cierre del Siglo XX nos enseñaron que en política no siempre se obtiene lo que se busca, ante esto es inevitable una conclusión trágica: estamos condenados a luchar todo el tiempo por la justicia y la defensa de nuestros derechos porque nadie nos los va a otorgar. No hay recetas, modos, categorías o formas de pensar y vivir que nos aseguren que encontraremos un sistema político-social-económico justo, que podamos alcanzar un Estado que en definitiva concilie ética y política, en modos fijados de una vez y por siempre.

Nuestra tragedia estriba en que, aunque nunca ganemos, no podemos abstraernos de luchar por esa justicia, incluso ante la consiguiente escisión y desgarramiento de nuestro ser. La historia nos muestra ese drama: estamos condenados a una búsqueda, muchas veces sin posesión. Aristóteles tenía razón cuando afirmaba que por naturaleza somos un zoon politikon, queramos o no, por lo tanto, es mejor ejercer ese papel de manera consciente y digna luchando por nuestros derechos.

Ningún ser humano está libre de la vivencia trágica o dramática de la frágil y muchas veces inexistente relación entre lo ético y lo político, pero es mejor estar consciente de ello, saberlo a través de la reflexión filosófica y la consecuente acción, que vivir en el miedo y la indiferencia, reinventar el arte de la política, y la alegría colectiva de la política, en este mundo tan triste, al menos me parece que eso lo tenían muy claro Don Rosendo Radilla, su esposa e hijos.




[1] Cfr. Primeras implicaciones del Caso Radilla. José Ramón Cossío Díaz. Biblioteca Jurídica Virtual del IIJ-UNAM. Pág. 38: Concentrado: impugnación de normas contrarias a la Constitución mediante amparo, controversias constitucionales y acciones de constitucionalidad.
[2] Cfr. Primeras implicaciones del Caso Radilla. José Ramón Cossío Díaz. Biblioteca Jurídica Virtual del IIJ-UNAM. Pág. 42: Difuso: el cómo las normas se actualizan en situaciones concretas y no su constitucionalidad, el punto central es resolver la lucha de intereses juridificados de las partes.
[3] Para Aristóteles el zoon politikon, a diferencia de otros animales, forma parte de una especie social con logos, razón o raciocinio, cuyos miembros se enriquecen espiritual e individualmente mediante la comunicación social y se sienten obligados a participar de forma activa en la gestión y control de la “cosa pública” para alcanzar la virtud y la felicidad personal.






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